Como Manuelita,
como Dumbo,
como la hormiguita viajera,
Valentina también se fue de su tierra.
Se escapó una madrugada,
con sólo once meses,
del matadero
advertida por su madre
de que “ésto se iba a poner feo”.
Tuvo miedo, mucho miedo,
pero siguió una estrella
y con mucho coraje
caminó hasta el cansancio,
en medio del campo,
acompañada por un montón de luciérnagas.
El sol la encontró
andando ya muy lento,
y le regaló un horizonte
al final de un mar inmenso.
La vaca no lo dudó,
se acercó al muelle,
de dónde zarpaba un barco,
y se coló entre la gente.
Para pasar desapercibida,
robó una túnica rosa
y un sombrero,
no se preocupó por los cuernos,
había visto que mucho humanos los
llevaban como accesorio,
naturalmente puestos.
Para su fortuna,
la embarcación iba rumbo a la India.
fue poner una pata en el puerto
y que la llenaran de besos.
Valentina se sonrojó,
¡tanto amor de repente!...
a dieciséis mil kilómetros
de la Argentina,
en un país extranjero,
la estaban abrazando
como si hubiese bajado alada desde el cielo.
Vivió en una casita muy linda,
hasta que murió, nomás de vieja.
Pasó todo su tiempo
haciendo con libertad lo que se le ocurría.
También experimentó
lo que es tener más de trescientos dioses y diosas
habitando en su cuerpito.
Llevó siempre consigo,
colgado del cuello,
cn collar de flores hermoso,
con perfume a bendición,
a cuidado,
y a rezo.
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