Y usted, que durante tanto tiempo fue quién decidía la hora y el lugar, el principio y el fin, me está mirando ahora inseguro y temeroso como un niño a punto de ser abandonado; con la duda en la garganta, que se sabe inútil frente a la certeza que se siente estallar firme en el pecho.
Yo lo tenía tan acostumbrado a las partidas penosas, suplicantes, esclavas, que de amplia y blanca que es mi sonrisa en este momento, no me reconoce; y yo a mi misma, tampoco. Me alegra saber que va a ser la última cosa en que vamos a coincidir.
Por este aire a través del cual nos estamos mirando (ya casi como dos desconocidos), le mando el recuerdo de mil noches amorosas para deshacerme de su perfume, para que usted lo guarde, o lo tire, o haga con él lo que le parezca. Espero sepa adivinar que ésta es la última decisión que le voy a conceder.
Al fin se me quiebra adentro, en el centro, un vaso vacío; me sorprende felizmente por el medio un viento nuevo que se abre paso. Usted ve soltarse una lágrima en mi cara. Yo me río.
Y conmigo todavía ahí, en ese mismo instante, en que le sonrío apoyada en el marco de la puerta de esa habitación, le baila mi mano y le digo adiós.
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